También me ha pasado. La vi hace un tiempo en televisión, de madrugada, no me pareció nada del otro mundo. La he visto otra vez, también de madrugada, y esta vez me ha gustado.
Estaría medio dormido en aquella noche y no pude ver las frases machaconas, los rostros de los personajes, los dejavugos del protagonistas, los escenarios simbiontes en continuas transformaciones, o el añadido de los relajados temas de la banda sonora, para culminar un película con una magia especial. No es una magia muy potente, pero lo suficientemente importante como para darse cuenta de que tiene ese algo que no deslumbra, pero brilla con intensidad.
Quizás me quede abstraído observando los bajos de los pantalones de McGregor, y porque no decirlo, el carisma que le da a su personaje, sin cachondeo. Quizás estaba distraido y no me percate de mi conexión con el personaje interpretado por Ryan Gosling y su actitud suicida-depresiva, su conducta autolesiva por descontado, y las charlas con su psiquiatra que me recordaban a las mías, ligeramente al menos.
Tampoco debí prestar atención al personaje de Watts, que me deja con la impresión de imposición durante gran parte de la trama, para convertirse en el tramo final en importante, casi vital. Pero ya en aquel primer encuentro con Stay, me fijé en la belleza visual en algunas escenas, el puente de Brooklyn sale precioso, y esa escena recurrente con el inicio de la canción These Eyes como protagonista.
Lo importante es que todo unido, y con ese segundo visionado que me ha abierto los ojos, hace de esta una buena opción para una de esas noches lluviosas en las que apetece ver una película de atmósfera oscura.