Peter Jackson logró el sueño de su niñez: hacer una nueva versión del inmortal film de Cooper y Schoedsack, ya que esa película marcó al cineasta en su pubertad según dice. Está claro que cualquier resultado está prejuiciado y condicionado por la imborrable maravilla que fue el "King Kong" primigenio. Y está claro tamién que ya puestos, el amigo Jackson nos vuelve a nutrir con tres horas de película mostrando su indisimulable espíritu megalómano y épico. Y está claro también que esta versión de "King Kong" aventaja sobremanera a la dichosa y sobrevaloradísima saga del anillo. Ciertamente nunca me aburre, siempre me interesa y aunque el neozelandés se pasa en sacarnos bichos prehistóricos y pierde el norte en una pomposidad no siempre bien enfocada, es un film indiscutiblemente muy atractivo, de gran calidad técnica, apoyada en una estética entre el tebeo y el cómic, en la que es imposible no caer rendido ante la historia de amor del simio gigantesco y la bella rubia aspirante a actriz, es imposible no caer rendido en muchos momentos ante la desarmante humanidad de la bestia, ante sus ojitos que te tocan la fibra.
Es cierto que Jackson autocomplica el argumento hasta llegar por momentos a una bacanal de efectos de todo tipo tan logrados como engordados sin sentido al fin último de la historia. Jackson construye, pues, un fértil, frondoso, peligroso y barroco parque de atracciones y logra, bajo mi punto de vista, en gran medida sus objetivos: respetar la entraña del original, ofrecer un brillante entretenimiento y un espectáculo tan excesivo como permitible. E insisto: al lado de la saga del anillo, una obra maestra.