Quede aclarado de antemano que no creo que sea ésta ni de lejos una de las peores películas del 007, pero como bien interpretará por mi valoración todo fan de la saga, no soy precisamente un espectador Bond, y tras un par de escenas iniciales propias del género comencé a preguntarme seriamente qué me había empujado a entrar esa tarde al cine, muy incómodo, por cierto, de ridículas proporciones, mala acústica y con un soniquete como a tuberías de fondo. Éstas y otras inquietudes de semejante naturaleza me ayudaron a pasar el rato hasta que allá, hacia el fondo de la pantalla, al fin se asomó el malo de la película. Su presencia se hizo derogar y ahora, sin prisas, se acercaba hasta nosotros acaparando a cada paso toda nuestra atención, seduciéndonos en su avance y de paso reduciendo a la nada todo cuanto le rodeaba. En el punto álgido de la escena, frente al supuesto héroe del relato, le sobraron con un par de coqueteos interpretativos para caricaturizar a su opuesto, en la ficción y fuera de ella. Fue tan sólo un instante, un chasquido de dedos que Bardem sostuvo en eterno, en el que el público enmudeció, vibró, aplaudió y rió a carcajadas, un lapso de tiempo imposible y únicamente al alcance de los más grandes. Demasiado contraste, debió pensar Sam Mendes, quién a partir de ese momento ató en corto a su personaje. Daniel Craig podía de nuevo lucir palmito tranquilo.