No he visto la primera «Bitelchús», así que creo que mi opinión podrá ser imparcial.

Imparcialmente puedo decir que yo le encuentro poco sentido a esta nueva «Bitelchús Bitelchús»; vale que no pidas un guion de premio Cervantes, pero qué menos que hacer algo con un mínimo de inteligencia y decoro, y con decoro me refiero a que no sea tan ridículo. La sensación de que estás viendo a unos actores hacer el tonto no te la quitas de encima diría que en ningún momento: chistes, bromas, canciones; parece que han querido forzar la trama y los personajes para adecuarlos a lo que se supone que deberían ser pero que por desgracia ya no es posible. Otras veces he hablado del ritmo y el tono de una obra, también de la armonía que se necesita para que algo se vea compacto, redondo, fluido. Esta «Bitelchús Bitelchús» no lo consigue.

El funcionamiento del Más Allá, o lo que sea, es tan aleatorio que la historia no tiene forma de sostenerse. Muertos que se quedan esperando para que le den un destino que por supuesto desconocemos; algunos van de un lado a otro o incluso salen a la superficie a conveniencia. Hay salas de objetos perdidos ¿donde los muertos muy malos están confinados o qué? ¿Puertas a otras dimensiones y espacios…? ¿Qué son Bob y compañía? ¿Qué es Bitelchús? Admito que eso de trasplantar el mundo real a cualquier otro mundo y copiarlo con sus funcionarios, trabajos y comportamientos a mí siempre me ha parecido poco imaginativo, la verdad. Con todo, la historia de los muertos es mucho más entretenida que la historia de los vivos.

De hecho, la hora que hay que tragarse de drama familiar, again, y madres mendigantes es dañina. ¿Es que no puedes hacer una historia feliz? ¿Es que tienes que condenar a tus personajes a la pena eterna? La aventura como vehículo de satisfacción y optimismo, de alegría en general, está perdida. Así, matan a los personajes cuando quieren y, a los que no, los retratan infelices, depresivos, engañados. Encima nos torturan con la tremenda petarda de Astrid, el típico personaje de hijo-dictador descontento con sus padres, muy guay él, muy despreciativo; luego la niñata esta no tiene ningún reparo en tirar del dinero materno como buena burguesa rica aburrida y caprichosa. Vamos, Astrid es imbécil perdida y lo demostrará abiertamente llegado el momento.

El personaje y trama de Monica Belluci no aportan nada a la historia. Nada de nada. Supongo que Tim Burton, hombre enamorado, quería que estuviese por el placer de verla y que la viesen, así que no pienso juzgarlo. El momento reconstrucción de Bellucci tiene un extraño y erótico magnetismo que me ha gustado. Delores es un bellísimo adorno y su hermosura es quizá lo mejor de toda la película junto con la parte del torero español; esos guiños patrios me hacen una gracia enorme.

Ni muerta ni viva del todo. Cachos en spoiler.

¿Cómo es posible hacer semejante mediocridad con una obra maestra de la literatura como es «Drácula» de Bram Stoker?

Creo que hay ser muy incompetente para tirar por la borda un argumento como este del viaje de Drácula a Inglaterra en una travesía marcada por la confusión y lo sobrenatural. En defensa de la película, decir que es muy complicado adaptar el capítulo de la novela por su brevedad y subjetividad. Ante algo tan escueto, tan etéreo en el fondo, solo te queda imaginar lo que pudo haber pasado, pero esto es un riesgo alto cuando, primero, partes de un material genial que no respetas y, segundo, tus intenciones no son crear una buena historia sino meter la agenda ideológica a muerte. El resultado no puede ser más cochambroso.

Ya que empiece con el final y retroceda al principio es un indicio de que la cosa no pinta bien; la manía de adelantarse a los acontecimientos debería ser borrada del cine ante la falta de pericia para usar este recurso cuando se debe y como se debe. A continuación, conocemos al protagonista: un británico negro que ha estudiado en Cambridge y es el más listo en todas las área; este personaje ni existe en el libro ni se le espera, por fortuna. Tampoco hay niño, ni abuelito, ni ninguna mujer, porque no hay mujeres en un barco de carga en la Varna de finales del siglo diecinueve, ni se las espera. Basura y más basura para contarnos el puñetero drama de las narices, que también debería ser desterrado para siempre del cine visto el abuso con el que se utiliza.

En concreto, el personaje de Anna provoca que la historia tenga cero sentido: no solo sirve como medio de darte explicaciones innecesarias a más no poder, sino que al tener la información la tripulación debería actuar en consecuencia, pero por supuesto todos son imbéciles y pasarán del tema. La acción tiene los mismo topicazos ridículos de siempre: malos que te persiguen andando, víctimas que se quedan solas para ser un blanco fácil; el repullo que te da tu amigo al aparecer de la nada…

La sensación de misterio, de continua fatalidad en apenas unas páginas escritas, que es lo que creo que requería una adaptación del relato, se transforma en mera carnaza slasher bien triturada en la que Drácula ha perdido toda su elegancia.

Mejor que se quede en su tumba.

La respuesta a esa pregunta la tendremos en la cuarta parte de «Kung Fu Panda». De momento, aquí está la tercera.

Una animación muy bonita, un diseño mono y un montón de pandas es lo mejor que ofrece la película. La segunda la encontré pasable, o quizás estaba yo loca, no lo sé, pero esta tercera entrega recoge algunas ideas altamente irritantes que son la base de toda la saga.

El protagonista Po es lo anti heroico. Un personaje que reivindica lo outsider, no para aceptar sus condiciones de outsider y valorarlas, sino para demostrar que en realidad es el superior, el más máquina, el mejor, el elegido. De esta manera, la élite que suponen los maestros kung fu de toda la historia de la humanidad quedan reducidos a monigotes sin el talento ni la superioridad que tienen Po y, por extensión, el resto de pandas outsiders gordos y vagos.

Que está muy bien ser gordo y vago, yo me puedo incluso identificar, pero de esa forma jamás de los jamases vas a ser un atleta experto que le gane a luchadores que han puesto todo su esfuerzo, vida y corazón en ser los mejores en el arte del kung fu; y menos mal, añado. Incluso el villano te cae mejor que los buenos porque él sí sabe lo que es sufrir por un objetivo y dejarse la piel en ello. En eso consiste la grandeza y el heroísmo, y es lo que debería enseñarse para no perpetuar la decadencia en la que vivimos y de la que Po es un máximo representante.

Además, como Po es el mejor y el elegido porque sí, porque es outsider, en un minuto se hace maestro del chi sin ningún entrenamiento ni causa. ¿Me vas a decir que esto de verdad es bonito? ¿Es admirable? Venga, hombre.

Tai Lung, yo no te olvido.

El plan: vente a ver una película de Ozu en versión original subtitulada de 1935. Hombre, pues claro que voy, cómo no voy a ir…

Mi primera experiencia con este director japonés fue lamentable así que por mera curiosidad, y por curiosidad también de conocer la Filmoteca, le di una segunda oportunidad. ¿No os parece que la música en las películas mudas a veces estorba más que aporta? Creo que las partes silenciosas de «Un albergue en Tokio» quedan mejor que las acompañadas por banda sonora, pero esto es otro tema que seguro que no os importa.

El cine ha evolucionado mucho y cuesta creer que de veras haya una mayoría que piense que «Un albergue en Tokio» merece un notable de nota media. ¿Por qué? Quiero explicaciones.

«Un albergue en Tokio» es un melodrama obvio e irrelevante. Un padre con dos hijos vagabundean buscando trabajo en lo que podría ser un retrato de la sociedad japonesa de preguerra, pero olvídate; no se ve absolutamente nada, excepto un camino. Aquí me llama la atención la facilidad con la que vive esta familia, no hay ningún tipo de tensión entre ellos o conflicto, y eso que el no tener nada que comer o el gastarse el dinero por capricho puede ser motivo de bastante frustración. Con ese padre blando y amiguete, una ve que la cosa no puede salir bien…

Luego todo mutará a historia romántica o vete tú a saber qué y ocurrirán varios despropósitos que te dejan con la sensación de haber visto una película sin fundamento. Muy limitada.

Andamos escasos, muy escasos, de romanticismo y el que hay suele ser una absoluta porquería al alejarse de los modelos masculinos y femeninos tradicionales y, por lo tanto, de las relaciones románticas tradicionales que son las únicas que pueden cumplir nuestras verdaderas fantasías. Esa verdadera fantasía parece haberse desplazado hacia el boys love, donde las relaciones son tan desatadamente sexistas que, viendo el panorama, no comprendo que nadie haya dado aún el grito en el cielo. De veras que a mí este fenómeno del boys love me raya, y mucho.

«Given» es correcto en su género, y no solo en su género romántico, sino en ese género que voy a llamar slice of life amplio y que, hablando más concretamente, consiste en personas que hacen cosas: ir al instituto, hablar, ir por la calle, comer, hablar, ir al mar, ir a un concierto, volver a hablar… Ya sea tanto en comedia como en drama, o una mezcla de ambas, a mí no es un tipo de historia que me apasione. Sin embargo, en «Given» por los menos hay una trama de fondo con la que consigo empatizar y sus solo once episodios hacen que resulte llevadera; hasta ha logrado que sienta un escalofrío en el momento climático de la serie, porque la canción está chula y el montaje es muy bueno. Además, a mí Uenoyama me ha flechado, qué chico tan atractivo, en serio.

No solo es guapísimo, con esos ojos azules rasgados y la chaqueta del uniforme abierta, sino que es auténticamente masculino, y creo que esta es la clave. Pero no es masculino al estilo de los galanes del shojo fríos, duros y muermos, sino con esa masculinidad sana protectora, asertiva y apasionada, pero también con cierta inseguridad, con mucha suavidad. Cuando rodea a Mafuyu entre sus brazos es total y completamente irresistible. En fin, un hombre de verdad.

Si lo piensas, un personaje así es casi imposible de encontrar en el romance de chica-chico, y a mí esto me frustra sin remedio. Qué triste, Uenoyama, qué triste...