Probablemente los que se dedican a la enseñanza encontrarán la película poco realista (pese a presentarse como basada en hechos reales), aunque en muchos momentos estimulante y simpática, puesto que sí acierta al señalar de una forma convincente qué fuerzas creativas de alumnos y profesores está cercenando la rutina escolar, no solo en los rincones más pobres de México. Menos refrescante resulta en los momentos en que prima ese sentimentalismo ya muy visto del “loco maravilloso” que se topa con el aprecio de unos y con la oposición de otros, que tiene sus momentos de abandono de los que le sacan los mismos a los que él ha implicado, que asume o presencia sacrificios traumáticos, etcétera, como ya hemos visto en Rebelión en las aulas (1968) o El Club de los Poetas Muertos (1989), o, aunque no haya aulas, El indomable Will Hunting y tantas otras, todas ellas muy famosas, aunque ninguna tan buena como se pretende, y ante las que yo diría que esta película no desentona, ni en lo bueno ni en lo malo.

John Cromwell dirige un duro drama de cárcel de mujeres en clave de cine negro y con una gran vocación social que además sorprende por su estrategia didáctica, casi propia de lo que se llama un “cuento inmoral”: protesta contra el sistema (carcelario y de justicia), pero no cantando una victoria sobre las fuerzas del mal como era y es lo habitual en Hollywood, sino trazando el camino hacia la perdición y la carencia de escrúpulos de una típica muchacha inocente y voluntariosa (a la que interpreta Eleanor Parker), metida en líos por culpa de un novio al que adora. Agnes Moorhead encarna a una directora de prisión de buen corazón, mente flexible e ideas avanzadas, pero que apenas puede hacer algo contra lo que le viene de arriba y de fuera. La película está narrada con la concisión y contundencia del viejo cine clásico (nada de mamotretos de dos horas y media para contar lo de siempre) y contiene detalles y secuencias bastante duras y bien transmitidas, aunque también cae en las habituales exageraciones e impactos gratuitos propios de la época. Muy recomendable.

Los que conocemos la obra de Woody Allen sabemos que piensa y machaca muy a menudo en sus obras que el puro azar es esencial en la vida. Incluso, en memorias y entrevistas, achaca el éxito de su carrera a su buena suerte, aunque suene un poco a modestia forzada. Esta película se asienta sobre un guion bastante compacto (con alguna lamentable tendencia a repetir en diálogos aquí y allá lo que ya hemos visto) y resulta ameno e interesante. Pero yo no he visto que la película haga reflexionar sobre la importancia del azar, salvo porque los personajes hablan de ello a cada paso. Nada que ver con el redondo y profundo guion de obras maestras como su Delitos y faltas, donde la idea madre se desprende de la propia historia y, en todo caso, los personajes hacen alguna reflexión a modo de recapitulación. De la trama y desenlace de esta historia se podría incluso concluir que el autor piensa que hay una especie de justicia ciega, divina o no, que disfrazada de azar pone las cosas en su sitio. Y yo diría que no es eso lo que piensa Woody. La película por tanto sería un disparo contundente y con estilo del genial Woody, pero no en la diana. No obstante, Woody es siempre aprovechable y ahora, de espaldas a su país y a su propia lengua (ya que allí le han dado la espalda a él) tiene un no-sé-que de morbo.

Neil Jordan adapta una novela de John Banville (o Benjamin Black) en la que este resucitaba con bastante acierto al personaje más famoso de Raymond Chandler y de la novela negra en general. Sin embargo, a los promotores de este proyecto no parece gustarles del todo la novela, porque se quedan con el planteamiento y con los nombres de los personajes y cambian el desarrollo y el final. Además, entregan el papel protagonista a un actor de setenta años, Liam Neeson, que hubiera sido un estupendo Marlowe veinte o treinta años antes (o en este momento, a condición de haber introducido esa superveteranía en el asunto de la película), pero que en estas circunstancias emborrona demasiado al personaje (muy poco creíble en las escenas de lucha contra matones jóvenes y prácticamente incapacitado para la vertiente galante con las jovencitas que tan importante es en el original). Diane Kruger, en cambio, resulta ideal como la típica bella clienta que mete a Marlowe en una aventura que (como es obligado) resultará ser más complicada de lo que parece al principio, y que llevará al detective a machacar y ser machacado por diversos matones y a descubrir (como también es obligado) que la bella clienta juega en la trama un papel muy diferente del que ella pretendía. Otro aliciente es ver a Jessica Lange interpretando a una veterana estrella de Hollywood, madre de Kruger.

Lo más sorprendente de esta versión de Don Quijote de la Mancha (franquista, aunque solo por la época en que fue rodada y por la productora que la impulsó) es la tremenda capacidad de síntesis que muestran sus autores al dejar fielmente resumidas las dos partes de la obra de Cervantes en solo dos horas y cuarto de metraje. El inigualable guion ilustra, uno tras otro, todos los pasajes célebres de la historia con brillantez y contundencia, sin dar en ningún momento sensación de apresuramiento o esquematismo. Los intérpretes encarnan a la perfección sus personajes, empezando por Rafael Rivelles, que interpreta a Don Quijote, y por Juan Calvo, que es Sancho Panza. La producción, modesta pero no cutre, no apabulla con excesos escenográficos ni aflige con carencias. Y, desde luego, en ningún momento cae en la tentación de intentar introducir lírica o ensayismo donde Cervantes solo puso lisa y llana narrativa. Es, en definitiva, un refrescante chapuzón en la obra del manco de Lepanto, tan sencilla y contundente como un buen tebeo.