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Críticas de Antonio Morales
Críticas 1.537
Críticas ordenadas por utilidad
8
14 de enero de 2015
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
William Thomas Lannier, conocido en el teatro como Tennessee Williams, estrenó “La gata sobre el tejado de zinc” en el teatro Morocco de Broadway el 24 de marzo de 1955, dirigida por Elia Kazan con Ben Gazzara y Barbara Bel Geddes en el reparto protagonista. El éxito le sonrió llegando casi a las 700 representaciones y la Metro adquirió enseguida los derechos. En principio iba a dirigirla Joshua Logan, el papel de Maggie estaba reservado para Grace Kelly. Pero la Kelly se convirtió en princesa abandonando su carrera, se consideró a Ava Gardner y a George Cucor en la dirección, incluso a Joseph L. Mankiewicz. Según su costumbre, Richard Brooks cuidó el guión a la par que la dirección. De acuerdo con Williams, la pieza original sufrió importantes modificaciones, seguramente puliendo los aspectos más escabrosos, aligerando el peso enfático y plomizo de la obra, aunque el autor expresó su descontento “de cara a la galería”.

El papel de Maggie sería para la Taylor por la presión de Brooks que la había dirigido con anterioridad. Creo que acertó con la Taylor que está asombrosa, desprendiendo una sensualidad y un erotismo candente que flota en el ambiente. En aquellos momentos Newman no era un actor consagrado aunque había heredado el papel de James Dean en “Marcado por el odio”, realizando un estupendo trabajo con su gestualidad que esconde esa homosexualidad latente. “La gata…” ha pasado a la historia del cine como un melodrama de fuerte tensión sexual, pero que a día de hoy, también hay que valorar su retrato del caciquismo sureño, su despiadada sátira de la institución familiar y su pintura de la hipocresía que sirve para enmascarar la ambición.

La importancia de la puesta en escena, la frustración sexual de Maggie, los movimientos de los actores, esa cama que preside el dormitorio donde la pareja discute sobre sus relaciones íntimas. La trama te va atrapando como una tela de araña, enriqueciendo a través de la descripción de unos personajes, una serie de factores colaterales en la que no es tan relevante su texto, como en lo primordial, su ubicación en el conjunto y el peso de la evidencia. La utilización dramática del color con una excelente fotografía.

Richard Brooks ha sido siempre un director proclive a los grandes temas, a cierta grandilocuencia conceptual, en mi opinión, pero por fortuna, ha acostumbrado a tener el suficiente talento y la necesaria perspectiva como para encauzar esa tendencia dentro de unos márgenes adecuados, diríase que moderando sus impulsivos discursos y dedicándose, sobre todo, a esa noble tarea que a menudo muchos directores olvidan: ser un buen narrador en imágenes. La adaptación es impecable por su vigor narrativo y su capacidad para explorar el alma humana. Siempre salió airoso en sus adaptaciones: Dostoievski en “Los hermanos Karamazov), Sinclair Lewis en “El fuego y la Palabra”, Joseph Conrad en “Lord Jim” y Truman Capote en “A sangre fría”. Dos nuevas versiones de “La gata…” fueron rodadas, pero ambas inferiores, una por Robert Moore para la televisión en 1976, con Natalie Wood y Robert Wagner, y otra en 1985 por Jack Hoffsis, con Jessica Lange y Tommy Lee Jones.
Antonio Morales
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9
20 de diciembre de 2014
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las obras fundamentales del cine fantástico y de terror de los años cincuenta por su forma de plantear una nueva mirada sobre la angustia radioactiva (tan de moda entonces, por los experimentos atómicos), el orden cotidiano y el tema de la diferencia. Escrita por Richard Matheson y dirigida por Jack Arnold, el film supone una rareza en el contexto de su género, por lo que atañe al Hollywood de serie B. Es la película más lograda de Arnold, porque se apoya, plano a plano, secuencia a secuencia, en uno de los puntos esenciales que configuran el lenguaje cinematográfico: la mirada. Es también la obra más fantástica del cineasta porque está trabajada con algo más que buen oficio y con bastante ingenio, sobre uno de los factores que mejor personalizan el cine fantástico: la manipulación del punto de vista. Y la conjugación de mirada y punto de vista, el valor dramático de una y las alteraciones de otra, con la insólita odisea ideada por el escritor, se juntan para ofrecer al espectador uno de esos casos irrepetibles dentro del cine de ficción científica, en la que la originalidad de la idea de partida, la elegancia del tratamiento y la inventiva de la puesta en escena son suficientes para superar todos los obstáculos interpuestos entre la obra y su receptor: desde un presupuesto insuficiente hasta unos actores que quizá no fueran los más adecuados.

Por una vez al menos, el escritor (ingenioso fabulador) tuvo la suerte de que su historia fuera a parar a manos de un equipo que deseaba potenciar más la vertiente fantástica que la espectacularidad de los efectos especiales, sin desdeñarlos. El mayor atractivo del film radica – como sucede en la mayor parte de la obra literaria de Matheson – en el descubrimiento de lo monstruoso dentro de la esfera de lo cotidiano. Para el escritor, la anormalidad, lo inquietante, están anidados dentro de nuestro mundo; hay quienes lo detectan gracias a su hipersensibilidad (La leyenda de la mansión del infierno); otros lo descubren por una repentina e inexplicable alteración del orden cotidiano (El diablo sobre ruedas); y otros necesitan para ello un cambio de perspectiva (como una reducción de tamaño). Por eso, “El increíble hombre menguante”, se inicia con dos secuencias de aire cotidiano, en las que dos premoniciones no son entendidas como tales, una en el pequeño barco de vacaciones y otra en casa donde un gato doméstico bebe leche de un plato, todo es normal porque la perspectiva no ha sido alterada.

El mediocre americano medio Scott Carey (Grant Williams) a medida que va disminuyendo de tamaño, paradójicamente irá creciendo como ser humano, enfrentándose a un mundo monstruoso que lo rodea utilizando toda su fuerza y astucia. Scott pierde el mundo de juguete que le han construido, un mundo en que todo se mide con arreglo a otra escala, cajas de cerillas como refugio, ratoneras, arañas amenazadoras, alfileres como armas, goteras anegadoras. El film contiene innumerables lecturas, además de las apuntadas y que aparecen en la obra de Matheson, por ejemplo: la soledad del hombre frente a un entorno hostil y la relatividad de las concepciones humanas, nos habla de un mundo vertiginoso impulsado por la destrucción y la sinrazón, por el miedo sobrenatural, carente de un terreno sólido donde apoyar los pies, donde el hombre sólo puede sobrevivir con la única ayuda de una moral individual constantemente suspendida al borde del abismo. Este frágil heroísmo excavado en el espíritu, en la precariedad del existir, es la respuesta del escritor ante un universo inhóspito, nuestro universo, que bordea constantemente la catástrofe cósmica.
Antonio Morales
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8
3 de diciembre de 2014
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
El azar ha querido que encontrara el otro día en la biblioteca de mi ciudad, una estupenda versión en DVD de dos discos con el film de Louis Malle: Lacombe Lucien y excelentes extras. Precisamente un film en el que fue coguionista Patrick Modiano, el recién galardonado con el Nobel de literatura este año. El hecho de que Modiano escribiera parte del film tiene más importancia de lo que pudiera parecer: poseedor de un mundo personal que se localiza preferentemente en los días de la segunda postguerra mundial, y que se manifiesta a través de adolescencias conflictivas. No es extraño, por lo tanto, que Louis Malle pensara en él a la hora de coescribir el guión. La historia de un muchacho francés que tras ser rechazado en las filas de la Resistencia se convierte en colaboracionista y se enamora de la hija de un judío: por un lado, la historia, en principio, parecía ajena hasta lo que entonces habían sido los intereses de Malle como hombre de cine y éste necesitaba la ayuda de un buen fabulador; y, por otra parte, Malle siempre se había relacionado bien con los literatos, sólo hay que repasar su filmografía.

El laconismo del film, su frialdad, su exasperante objetividad y su tono sombrío, destilan una realidad palpable, empeñado en esta ocasión en narrar sin complacencia alguna la otra realidad de los días de la Francia ocupada, su lado oscuro, la conducta de los franceses que colaboraron con los nazis. Para ello, Malle y Mediano se sirven de un personaje amoral, zafio, rudo y cargado de violencia, Lucien (Pierre Blasie, que no era actor profesional), el magnetismo de su mirada asusta a cualquiera. El cineasta no trata de juzgar una conducta reprobable sino de exponer crudamente unos hechos, ahondando en la realidad histórica y molesta. Lucien es un campesino que descarga su agresividad mediante la caza, carece de ideología, si se une a los nazis es por despecho tras ser rechazado por la Resistencia.

Lucien es un muchacho solitario e inestable, Malle lo describe al principio del film con bellas panorámicas sobre la campiña francesa mientras se desplaza en bicicleta. La guitarra espasmódica de Django Reinhardt (que vivió en París durante la ocupación) acompaña el film ofreciendo un vivaz contrapunto al piano que suele tocar su amada, la sonata de Beethoven “Moonlight”, “una música triste”, según comenta, su padre, el rico sastre judío que prefiere el campo de exterminio a la ignominia moral. “Lacombe Lucien” es una película hermosa y triste que relata unos hechos dentro de un contexto, una versión iconoclasta de la ocupación sin heroicidades ni dramatismo, alejada de la emotividad de “Adiós muchachos”, otro excelente film sobre la ocupación, pero de una gran belleza y ambientación.
Antonio Morales
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8
1 de junio de 2014
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin duda alguna, la mejor película del cineasta y cinéfilo Peter Bogdanovich. Lejos de ser gratificadora o complaciente, es la crónica de una forma de vida que desaparece, melancólica y evocadora, triste y lúcida a la vez. El devenir de unos acontecimientos en un pequeño pueblo tejano. Como todos los grandes films, “The last picture show” trasciende ampliamente de la inmediatez de la historia que propone. Porque si bien en la pantalla lo único que “vemos” es el paso de la adolescencia a la madurez de unos muchachos, lo que se “siente” es la muerte de un pueblo – Anarene –, el fin de una época, de una aventura sin futuro, el cómo puede llegar a ser tan falsa la teoría de la igualdad social hasta en el lugar más pequeño y miserable. Es también la crónica amarga de la sustitución de unos símbolos por otros: del cine y todo lo que ello representaba, muriendo a manos de la invasora televisión en los hogares.

Las primeras imágenes del film nos muestran una calle polvorienta donde los matorrales, arrastrados como pelotas por un fuerte temporal de viento, se estrellan contra las paredes de madera de unas casas destartaladas. Luego, dentro de una panorámica descriptiva aparecen los protagonistas: Duane (Jeff Bridges) y Sonny (Timothy Bottons), se lanzan una pelota mientras entran el café billar de Sam, “El León” (Ben Johnson, actor fordiano), ellos son en realidad, las únicas tres personas “vivas” – en el sentido total que tendría que tener el verbo vivir – en un pueblo muerto y sin esperanza. Sam es el autentico referente moral de esa comunidad, es como un personaje escapado de un film de Huston, lucha a pesar de saber que será derrotado, se comporta con nobleza aunque le traicionen, es valiente cuando ya nadie lo es.

Duane, es el segundo de este trío de perdedores, enamorado de Jacy (Cibyll Shepherd), una chica caprichosa que se entretiene con él mientras busca un novio rico. Describiendo así, idéntica trayectoria a la de su madre (Ellen Burstyn) que en otro tiempo hizo lo mismo con Sam “El León”. Sonny en cambio, “consuela” a una madura e insatisfecha esposa (Cloris Leachmen) del entrenador del instituto. Durante las dos horas de duración se suceden los momentos “grandes”, escenas patéticas de unos personajes sórdidos, como los estúpidos amigos ricos de Jacy, que para admitirla en su club debe hacer un “streptease”, momentos en el que el cine deja de ser convención – reflejo de la realidad – para entrar a formar parte de dicha realidad. Una excelente fotografía en blanco y negro muy contrastada y de gran expresividad, la ambientación, la banda sonora de música country, la avalan como el retrato de la América sórdida de los cincuenta, y que nos muestra la dificultad de aprender a vivir, tras haber lanzado dos bombas atómicas contra la humanidad y metida en otra maldita guerra, la de Corea.

Pocas veces en el cine el sexo estuvo tan desprovisto de placer, de coitos imposibles, de la fragilidad de los sentimientos. La mediocridad de una televisión que seduce al personal y los mantiene en casa. Hasta el viejo cine del pueblo cierra, huérfano de espectadores que ya no quieren ver a tipos duros como John Wayne y su ahijado Monty Clift, conducir el ganado en “Rio Rojo”, es la última película que proyectan pero que Duane, Sonny y el infantil Billy (Sam Bottons), el chico discapacitado, no quieren perderse... It´s The last picture show.
Antonio Morales
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8
10 de noviembre de 2013
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Andrei Tarkovsky no se adscribió a movimiento cinematográfico o corriente artística alguna y se mantuvo al margen de las leyes del cine comercial, siendo contrario a las premisas impuestas por las autoridades soviéticas. Stalker fue la última película rodada por Andrei Tarkovsky en la antigua Unión Soviética. Sospechoso y perseguido por el régimen político, con un presupuesto exiguo, buena voluntad y solidaridad del equipo técnico y artístico, el cineasta tuvo que rodar en una antigua central termoeléctrica casi derruida, por falta de medios y en condiciones adversas. Respetando el rechazo de su autor a que fuera calificada como de ciencia-ficción, podría decirse de ella que es una película de “conciencia-ficción”.

Rodada con una meticulosa puesta en escena, y gracias a los decorados apocalípticos, dotados de una deliberada fealdad visual, del propio Tarkovsky. La planificación del cineasta, sin saltos temporales, casi discursiva, es muy distinta de la que había usado en El espejo (1974), donde la narración estaba permanentemente jalonada por recuerdos, sueños e intuiciones; para esta película quiso apurar al máximo la capacidad de observación del cine. Según sus propias palabras, recogidas en su magnífico libro “Esculpir en el tiempo”, “quería convencer al público de que el cine, como instrumento artístico, tiene sus propias posibilidades, que no son menores que los de la literatura. Quería presentar la posibilidad que tiene el cine de observar la vida casi sin lesionar visible y gravemente el curso real de ésta. Para mí es ahí donde radica la naturaleza verdaderamente poética del cine como arte”.

Tarkovsky elabora un ritual filmado a través del personaje del guía que da título al film. Incluso se transfigura en él, en su faceta de intermediaro espiritual, para llevar a sus guiados, y por extensión al espectador, a recorrer el laberinto que conduce hasta el objetivo final de la “Zona”. Pero al mismo tiempo, frente al testimonio del guía sobre el carácter mágico del lugar, hay la sensación de que los únicos fenómenos extraordinarios que se perciben en la “Zona” no van más allá de los hechos naturales, como las ráfagas de viento o el flujo del agua. Tres viajeros que son la representación metafórica de las vías del conocimiento, la mirada de la fe en el stalker, la científica en el profesor y la artística en el escritor.

Visualmente, la película es un auténtico prodigio, no sólo en el uso de las escalas cromáticas, donde no hay un solo elemento discordante, sino en los amplios y pausados “travellings”, unas veces cenitales sobre la familia del stalker durmiendo, otras veces escrutando con minuciosidad los rostros de los tres viajeros, y por último, y sobre todo, los que hace paralelos al agua mostrando una colección de objetos, todos cotidianos, sumergidos en ella. Muy pocas veces la cámara cinematográfica ha conseguido transmitir tanto con un movimiento tan sutil. La solemne capacidad expresiva de Tarkovsky sólo es comparable a la de Carl T. Dreyer.

En esta película, hecha a contracorriente de las modas y los gustos mayoritarios, un artista que confiesa carecer del órgano con el que se siente a Dios es capaz de hacer verosímil un prodigio inexplicable. Cansado de sus continuos problemas con la Asociación de Cineastas Soviéticos y con el Goskino (Comité Estatal de Cine ante el Consejo de Ministros de la URSS), que le acusaron de elitista por el contenido intelectual de sus obras y contrario al espíritu comunista por estar desconectado de la realidad, se vio obligado a exiliarse. Con la lúcida inocencia de quien únicamente pretendía cumplir con su deseo creativo, se defendió argumentando algo tan obvio como que el arte es aristocrático por naturaleza, y que sus efectos sobre el público son inevitablemente selectivos.

Continúa en spoiler.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Antonio Morales
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