Hay gente que está destinada a contar al resto del mundo una determinada historia. Este es el caso de Gary Ross. Él nació para compartir con todo aquel que estuviera dispuesto a escuchar, este cuento alegórico y sin igual llamado ‘Pleasantville’. A pesar de tratarse de su primer largometraje, el director californiano no se arruga y saca a relucir su evidente talento como narrador de historias para la gran pantalla. Ya desde las primeras escenas se intuye cierta frescura y desparpajo para presentarnos a los personajes y las circunstancias que les rodean.

El planteamiento (a pesar de que recuerde a alguna que otra tonta y típica comedia de la década de los ochenta) es obviamente el punto fuerte del filme. Además de su incuestionable originalidad, da pie a un sinfín de interesantes reflexiones. La primera de todas ellas -como no podía ser de otra forma- gira entorno a la televisión. Y es que no es casual el hecho que David y Jennifer sitúen su viaje iniciático dentro de la caja tonta. De nuevo el cine se fija en las reminiscencias de la Generación X para hablarnos indirectamente del drama de la destrucción del núcleo familiar, y de cómo consecuentemente los jóvenes adoptan a la televisión como su único guía para moverse por la jungla de la vida.

A partir de aquí, la película ofrece infinitas lecturas. Hay quien la verá como otra historia de amor, hay quien la verá como el ácido pero a la vez tierno retrato de una época y hay quien verá en ella una alabanza al inconformismo. Todas esas visiones son correctas pero sería conveniente tratar más a fondo la última. El pacífico pueblecito donde transcurre la acción es lo más cercano un paraíso terrenal: todo lo que le atañe es sencillamente perfecto. Por eso parece impensable que alguien pueda siquiera pensar en revelarse contra el sistema establecido. No obstante ahí es donde está la trampa, pues la sociedad crea un solo canon de perfección, lo cual implica que si todo el mundo es prefecto, todo el mundo es igual.