Es evidente que los protagonistas de esta crónica lejos están de ser héroes.

Completamente, padecen la dominación de su propia existencia por entramado de circunstancias (adversas sí), que los poséen y ante las cuales no muestran la más mínima profundidad de conciencia o de voluntad combativa.

Siempre he pensado que el surgimiento del mal guarda una relación estrecha con la inteligencia.

La inteligencia dicta que existen formas necesarias de la acción: a saber las reglas que componen una moral.

Estas reglas, desde un punto de vista kantiano, representan la forma en que cualquiera debería conducirse mientras conciba a su semejante como un fin en si mismo y no como un mero medio.

Las andanzas de estos dos inadaptados suponen una repetitiva, tonta y emotiva tentativa de realizar sus egos mediante la transgresión sistemática de la moral, una instrumentalización reiterada y sin vergüenza del otro ser humano, en la cual el agente de la misma -por su fundamental falta de inteligencia- ni siquiera comprende el sentido de sus actos. Esta clase de individuo debe con justicia ser rechazado, ya que no merece la menor empatía: empatizar con sus miedos y sus cobardías supone incorporarlas en el alma propia, por cuanto la empatía es una facultad que permite vivir de forma propia la emotividad y el pensamiento ajeno.

La enseñanza de esta cinta es enriquecedora: nos deja una descripción de la miseria que prolifera en nuestras urbes, que está más que vigente. Máxime, teniendo en cuenta que las hegemonías bienpensantes -que nos han estado gobernando los últimos treinta- años han elevado y santificado políticamente a los Joes y a los Ratzos, poniéndolos por encima del ciudadano honesto, a través de los privilegios conseguidos por los lobbys, a través de las prerrogativas políticas y de los desvíos de los recursos del estado hacia los intereses de una coalición de movimientos sociales compuestos por fracasados, resentidos y escasos de inteligencia.