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Críticas de Talamasca
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Críticas 35
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
3 de junio de 2018
11 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta difícil no comparar la nueva película del director polaco Pawel Pawlikowski con su antecedente más cercano en el tiempo, aquella multipremiada recreación histórica que era 'Ida'. Ya desde las primeras imágenes que recibimos, con esos planos en blanco y negro en los que el encuadre se llenaba de aire por encima de las cabezas de los protagonistas, con su formato 4:3, con la representación, en suma, de esa Polonia comunista preñada de grises exterior e interiormente. Pero no queremos incidir aquí, por resultar el tema demasiado obvio, en las conexiones formales y pictóricas entre ambos largometrajes, sí tal vez abrir un debate sobre el discurso político que se puede extraer de la saga pawlikoskiana, un mensaje subrepticio que podría quedar oculto por la desarmante capacidad del polaco para construir encuadres con cierta significación artística, incluso con su acierto a la hora de pulsar las cuerdas adecuadas para crear emoción en el espectador, al menos en este espectador.

'Cold War' nos lleva a la Polonia de 1949, ese país con las heridas de la II Guerra Mundial aún abiertas, donde la herencia del brutal gobierno (?) nazi aún se percibe como presente. En este lúgubre ambiente, las nuevas autoridades comunistas formarán un grupo coral que, a través del folklore local, intentará llevar algo de ánimo y color a las almas de los deprimidos ciudadanos camaradas polacos primero y del bloque oriental después. Bueno, seamos sinceros, también transmitir algún mensaje de alabanza sobre el glorioso Camarada Stalin y su decisiva participación en la Gran Guerra Patriótica. Como suele pasar, entre dos de los personajes que forman parte de dicho grupo surgirá una historia de amor, un romance que llevará a dichos protagonistas a dejar atrás el paraíso de los trabajadores y su opresor paternalismo en busca de la capitalista libertad de Occidente, de la libérrima música de jazz como sustituta de la muy socialista polifonía grupal.

El conflicto, esa guerra fría a la que se refiere el título del filme, se encarna aquí por tanto musicalmente, metafóricamente, en la pugna entre ese folklore teledirigido, refractario a la improvisación y un jazz en el que precisamente la improvisación es la piedra de clave sobre la que se eleva el edificio. Socialismo vs. capitalismo, iniciativa estatal vs. iniciativa individual, dos modelos incompatibles entre sí y, en medio, una pareja hija de su época y de sus inconsistencias y contradicciones, incapaz de encontrar su lugar en ninguno de los dos modelos enfrentados mortalmente. 'Cold War' puede ser vista así, no sólo como una historia de amor (entre dos individuos) "bigger than life", sino también como un documento sobre la imposibilidad del triunfo del amor (como concepto) en unos tiempos en los que la división de la sociedad es un hecho capital, determinante. Un amor imposible de encontrar en los fríos teatros de Polonia, en los animados clubes de París, o en los bosques de Tasmania, si fuera menester.

Este discurso ambivalente, no partidista, salva al filme de Pawlikowski de caer totalmente en un conservadurismo cultural que siempre ronda, como un fantasma, por el filo de sus imágenes. Esa filia por lo tradicional que llevaba a Ida a abrazar la seguridad y los hábitos del convento y que transcribe aquí la música campesina, la que se canta con la primera luz del alba en los campos de trigo como el único elemento puro frente a la utilización partidista de la armonía. La Arcadia nunca fue tan inocente como la retrata nuestro hombre, pero eso, claro, es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Talamasca
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1
22 de mayo de 2018
61 de 120 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es difícil establecer un intento de análisis fílmico de Cafarnaúm (Capharnaüm) sin caer en los mismos errores en los que incurre Nadine Labaki en su acercamiento al miserable submundo de las calles de Beirut. Quizá el hecho de pronunciarse sobre esta película sea de por sí un error, ya que supone hacerlo ante una obra que ha generado un enorme debate (no sólo cinematográfico sino moral) sobre unos temas de gran importancia: ¿se puede hablar de la pobreza sin hablar de las causas objetivas que la generan?¿Cuál debe ser el punto de vista de alguien que retrata una clase social a la que no pertenece?¿Es lícito obtener réditos, bien sean artísticos o financieros, basando su obtención en la ostentación de una situación trágica, sin que dichos beneficios repercutan en aquellos que la sufren? El querer tomar partido en esta discusión, amparándose en la división generada por el filme de Labaki, podría considerarse como una banalización de un trasfondo tan relevante, una mirada superficial sobre un marco global que supera ampliamente las imágenes, más o menos trascendentes, de la cinta libanesa.

1. GÉNESIS: SLUMDOG MILLIONAIRE

En el pressbook ofrecido a la prensa con motivo de la celebración del Festival de Cannes, la directora libanesa contaba cómo se generó en su mente la idea de realizar Cafarnaúm (Capharnaüm). Volviendo de una fiesta a la 01:00 a.m. (sic), detuvo su coche en un semáforo donde observó, a través de la ventanilla de este, a una mujer durmiendo en la calle con su niño en brazos, el bebé no lloraba, sino que parecía acostumbrado a esta triste situación, soportando con el estoicismo que aporta la cotidianidad el frío, el hambre, etc.

La primera idea que considero relevante, a raíz de la anécdota que cuenta la entrevista, viene dada por la imagen que se genera (al menos en mí) tras la lectura de la génesis del filme: la directora, aún con su vestido de fiesta, quizás comentando con su acompañante alguna anécdota de la misma, mirando a través de un cristal a la pobreza más absoluta. Este retrato persiste en mí cada vez que hago memoria de Cafarnaúm (Capharnaüm). Me resulta imposible recordarla sin pensar que su nacimiento se produjo a través de una superficie reflectante, no gracias al contacto directo con una realidad no mediatizada por obstáculos deformantes. Ese punto de vista profiláctico, de aislamiento, de persona que mira desde la seguridad de su refugio móvil, me parece clave a la hora de entender su filosofía.

2. PLANO CENITAL: EL CIELO SOBRE BEIRUT

Existía, entre algunos compañeros de la prensa internacional, la intención (imagino realizada) de vincular la película que nos ocupa con los títulos clásicos habituales de la escuela neorrealista italiana, del De Sica de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) al Rossellini de Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1948). No es objeto de este texto, ya lo decíamos en su arranque, generar polémicas absurdas con opiniones que divergen de la nuestra, sí lo es, en cambio, tratar de explicar porque no creemos que se pueda incluir su título en ese canon del cine social. Todo tiene que ver con el punto de vista que asume su autora. Tomemos como ejemplo ese momento en el que Labaki, haciendo uso de una cámara dron, realiza una panorámica cenital sobre los tejados de las chabolas de Beirut, queriendo mostrar la metástasis de la miseria y hasta qué punto se extiende esta en el cuerpo de la capital libanesa.

Consideramos que ese mero plano ya invalida, por sí mismo, su inclusión en la escuela neorrealista. ¿Podemos imaginarnos a los directores antes mencionados haciendo uso de semejante recurso aun disponiendo de los medios técnicos para ello? Entiendo que no. No porque la clave del neorrealismo es mantener la cámara a la misma altura que sus protagonistas, bajar el objetivo a la calle, no observar estas mismas calles desde arriba, desde la perspectiva de alguien que está muy por encima de la mugre y la miseria, de alguien que, en definitiva, se arroga ciertas cualidades divinas. No tampoco porque el neorrealismo entendía que no se debía hacer exhibición de ciertos recursos cuando el foco son los desplazados de nuestra sociedad. Hacer gala de músculo cuando el retrato es sobre individuos con déficit de proteicos no es sólo contradictorio, también es humanamente cuestionable.

Incidiendo en ese plano cenital, parece poco sorprendente que la propia directora se otorgue a sí misma el papel de abogada del infante protagonista, que en las palabras de éste suene un discurso sobre cómo deben actuar los que no poseen nada, ¡¡¡expresando explícitamente como ciertas castas no deberían tener hijos (!!!). Labaki no sólo mira desde arriba las barriadas y las chabolas, también lo hace con quien vive en ellas y, por tanto, ese plano cenital parece cualquier cosa menos casual.

(continúa en spoiler sin desvelar detalles relevantes de la trama)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Talamasca
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6
17 de junio de 2017
25 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con frecuencia las señales de la felicidad externa y perceptible, los indicios del encumbramiento, aparecen cuando en realidad todo camina ya hacia el ocaso.
Thomas Mann – Los Buddenbrook

Un compendio de su obra, un collage de autoreferencias. Más allá de los evidentes lazos argumentales que unen a Happy End con el resto de su obra, spin offs incluidos (y de los que dudamos que pretendan crear un Universo Haneke que compita con el de Marvel), encontramos en el último film del director austriaco una pequeña summa de sus tesis narrativas en estos 30 años de carrera, una obsesión por la puesta en escena que le diferencia de muchos de sus contemporáneos, para bien o para mal: planos subjetivos, lentes de móvil, uso de (falsas) cámaras de seguridad, etc. una pléyade de fuentes que intenta imitar a la realidad, ser...seguir siendo una especie de objeto de su tiempo.

¿Y cuál es el tiempo que quiere retratar Haneke? Pues el de siempre, el de la crisis burguesa que lleva filmando treinta años, lo cual es, digámoslo ya, claramente paradójico, los muertos que Haneke mata gozan de buena salud. Al igual que la novela de Thomas Mann con cuya cita abrimos este texto, Haneke utiliza, para ejemplificar el decaimiento burgués, la historia de una familia de industriales en una ciudad costera (en la novela la muy hanseática Lübeck, en el film Calais) empobrecida por la falta de impulso generacional, destinada finalmente a la extinción.

Por supuesto no hay muchas alegrías en las imágenes de Happy End, y el largo dedo acusador de Haneke señala a todos y cada uno de los personajes que pueblan la pantalla. Cuando no son culpables por el simple hecho de su pertenencia a una acomodada cuna, lo son por el perverso mensaje que reciben (y tratan de imitar) desde las redes sociales. Suponemos que nada de esto será una sorpresa, Haneke nunca ha sido lo que podríamos decir un optimista y, pese a que el empeño formal antes mencionado le hace diferenciarse de algunos de sus colegas de mirada torva, empezamos a notar evidentes signos de agotamiento. Justo como si fuera un Buddenbrook, exactamente como un burgués acomodado.
Talamasca
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9
10 de junio de 2017
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Evan Glodell y Joel Hodge contaban, para iniciar su aventura, con 17.000 dólares y una Silicon Imaging SI-2K Mini modificada por el propio Glodell con piezas antiguas y lentes rusas. Imposible no pensar en los protagonistas de la película, también tipos exiliados por su propia voluntad, viajeros al margen de la sociedad, fabricando sus propios instrumentos para afrontar el fin del mundo: ante el caos, do it yourself. Podría deducirse, dadas estas circunstancias, que el relato de Bellflower podría ser una especie de oda al individualismo varonil, una puesta al día del clásico panegírico dedicado al héroe americano que afronta sus retos y triunfa sobre la sociedad bienpensante. En realidad, el film de Glodell es todo lo contrario, es el apocalipsis de una masculinidad dubitativa.

Fijémonos para ello en el momento en que Woodrow y Milly toman contacto, con ella triunfando en una prueba aparentemente poco femenina (según los cánones clásicos) o en el hermoso plano cuando ambos descansan en el interior del coche tras su viaje iniciático (-Te lastimaré y no seré capaz de evitarlo -¿Cómo sabes que no seré yo el que te acabe lastimando? – Lo dudo). Es Milly de nuevo quien toma la iniciativa en el inicio de las relaciones sexuales y, por supuesto, es Woodrow quien se siente amenazado por la sombra de una posible infidelidad. Es lógico pensar que la afición de nuestro protagonista a los lanzallamas, o su transformación física supone una especie de afán sustitutivo ante las dudas que él mismo establece, de manera más o menos obvia, sobre su rol sexual en la pareja, sobre la inversión de los roles de dominación-sometimiento. El recurso a la violencia sería, de esta manera, el último (y finalmente fútil intento) de recuperar el trono de su ultrajada hombría.

En este sentido Bellflower nos sirve como herramienta de análisis si no para entender, sí al menos para conocer, la génesis de la violencia machista. Más allá de las vinculaciones obvias con el resto de la saga Mad Max, resulta estimulante pensar en ella como una suerte de precuela de la última película de la franquicia creada por George Miller, Mad Max: furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, George Miller 2015) donde podríamos ver en el tránsito de Woodrow el nacimiento del villano Immortan Joe y los porqués de su obsesión de dominación patriarcal, del harén de sumisas esposas, de las herramientas que le convirtieron en señor del desierto postnuclear. En este sentido podemos imbricar el portentoso trabajo fotográfico de Joel Hodge, que ayuda a dotar a Bellflower de su eminente capacidad nostálgica, con sus fotogramas manchados por la pátina de las eras, como un viejo videocasete que un polvoriento superviviente repasara una y otra vez intentando buscar las causas de por qué todo se fue a la mierda, justo antes que las bombas comenzaran a explotar.
Talamasca
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9
10 de junio de 2017
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin duda lo primero que llama la atención al viajero cinéfilo que se acerca Mulholland Dr. es su singular y particularísima estructura, un esqueleto narrativo que podría parecer al espectador ocasional o poco avezado fruto de una desnortada arbitrariedad cuando en realidad es todo lo contrario: la película de Lynch es un claro ejemplo de causalidad que no de casualidad ya desde su propio nombre, referencia directa a esa carretera que serpentea entre las colinas de Hollywood y Santa Mónica al pie del cartel que todos conocemos. Geográficamente hablando es, por tanto, la vía de entrada directa al país de los sueños cinéfilos (en Argentina se explicitó dicha referencia en su título – El camino de los sueños – arrasando la sutileza del original). Y sí, desde luego toca hablar de sueños en toda sus vertientes significativas, ésa que implica a los juegos de nuestra psique con los recuerdos apilados como cartas en un mazo pero también aquélla que apela a nuestras recónditas esperanzas, ésas que no nos atrevemos a confesar a nadie, ni siquiera a nosotros mismos.

Alguien podría mencionar a Carroll y su Alicia para negar la unicidad de la obra lynchiana y de esa estructura puramente onírica (en el sentido estricto de un término tan vulgarizado habitualmente) a la que hacemos referencia, pero con intenciones tan dispares no cabe tal comparación. Más que la sátira del país de las maravillas es el dolor del rechazo el que otorga el tono a la obra y el que equipara a Betty Elms/Diane Selwyn y al propio Lynch, ambos repudiados por ese mecanicismo hollywoodiense ajeno a cualquier tipo de conmoción que no sea masiva, fabricada en serie. Es aquí, en este preciso punto, donde llegamos al verdadero triunfo de Mulholland Dr. y es que, sobre esa estructura causal que articula el relato, lo que verdaderamente brilla en la película es su exacerbada capacidad para la emoción: uno admira a Lynch por su ingenio narrativo pero llora en el Club Silencio o con la masturbación más triste del mundo. Lo que sucede es que nuestro hombre, no lo olvidemos, posee ese extraño objeto que tan pocos atesoran, la codiciada llave azul que abre la caja de los sentimientos.
Talamasca
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