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Críticas de Archilupo
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Críticas 439
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
21 de enero de 2013
24 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
A partir de la célebre noche ginebrina en que Mary Shelley y sus amigos jugaron a adentrarse en el terror —ante la chimenea, en un palacete a la orilla de un lago—, el espectro convocado les sigue en sus desplazamientos por Europa.

Es un espectro despiadado, agente oscuro y tenaz: la auténtica sombra de los talentosos poetas aristócratas entregados a ser sublimes sin interrupción. Tan brillantes como resultan en su exaltación romántica, tan tenebroso y escalofriante es el monstruo que personifica su lado subterráneo y oculto.

Se nutre de cuanto no pueden aceptar de sí mismos, abundante (son muy incompletos y dependientes), y por ello nos encontramos ante un monstruo exclusivamente cruel: nada que ver con esa dicotomía que en otras versiones zarandea a la criatura del doctor Frankenstein entre aspiraciones bondadosas e impulsos violentos. Nada tampoco de florecitas, retórica voluntariosa ni sonrisas pánfilas. Sí infanticidio, en cambio.

Nada prometeico, pues, ni heroico, en el monstruo del doctor Suárez. Tiene un aire refinadamente perverso y los costurones de su rostro son apenas tenues líneas violáceas. Su monstruosidad es de otro calibre, más íntimo y fatal, y le cuadra totalmente contrapesar al Byron un tanto adolescente que compone Hugh Grant.

La pasión estética no consigue conjurar lo trágico. Suárez lo afronta sin vacilación. Los personajes empequeñecen ante la apabullante naturaleza: la naturaleza paisajística, soberbiamente fotografiada con ecos de Caspar David Friedrich, y el vertiginoso abismo de la naturaleza humana.

[Texto publicado en el boletín inaugural del cineclub macguffin]
Archilupo
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8
16 de enero de 2012
34 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
En tres horas conocemos los vaivenes amorosos de Natasha Rostova y el peregrinaje existencial del conde Pierre Bezukhov, desde la juventud libertina hasta la iluminada comprensión en la madurez, con las guerras napoleónicas al fondo.
Natasha es una adolescente soñadora y los hombres cercanos la deslumbran, incluso el donjuán sin escrúpulos que se encapricha de ella. Pierre trata de vencer el carácter derrotista y autodestructivo por el que se cree merecedor del desastre y por el que renuncia a amar a Natasha.
A lo largo de los años van dando pasos en falso, entre la corte moscovita y las mansiones campestres, bailes, ópera y cacerías, cada uno por su lado, aunque no para extraviarse definitivamente sino descubrirse en el curso de la maduración.

La película de Vidor no tiene la genialidad de Tolstoi al desenvolverse en profundidades emocionales, esos procesos del espíritu que desembocan en arrolladores despertares y aperturas cósmicas, pero sí su grandeza.
Con grandeza son presentadas las relaciones entre los personajes, y no sólo por las proporciones monumentales de la producción, en la estela de “Lo que el viento se llevó”, con decorados colosales, millares de extras, incendios devastadores, escenarios panorámicos; no sólo por eso sino porque los protagonistas son descritos con óptica ennoblecedora, capaces de evolución, sacrificio, perdón , amor y entrega.

Algunas secuencias nos parecen hoy, cuando los efectos especiales son casi ilimitados, de lo más naif, a pesar de la suntuosidad. El desplazamiento de Pierre al frente bélico en Borodino como espectador para, en su búsqueda espiritual, conocer de primera mano la vida y la muerte, resulta tan candoroso como ese uso prehippie de una flor en medio de la carnicería de cañonazos.
Pero no debilitan fatalmente la narración. Tampoco la terca insistencia en poner caballos sufriendo. La estética de superproducción queda más arcaica en el pesado y redundante tramo invernal, la penosa retirada del ejército francés y sus prisioneros hacia la frontera, a través del hielo y la nieve.

Todo ello es compensado de sobra por las presencias de Audrey Hepburn y Henry Fonda, ajenas a circunstancias temporales. El encanto que ella ejerce ante las cámaras es tan literal que, en ocasiones (cuando acusa el cortejo del seductor, entre otras), su imagen parece de dibujos animados, tal es la magia que desprende. Y la elegante solidez de Fonda, aquí matizada por ese factor de introversión y tormento, es igualmente sustancial para insuflar vida duradera a lo filmado, así pasen los años.

Audrey y Henry, ellos son la verdadera superproducción…
Archilupo
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8
13 de diciembre de 2011
71 de 80 usuarios han encontrado esta crítica útil
El género histórico se presta a magnas ambientaciones, miles de extras, documentación. Se hinchan facetas secundarias.
Cronenberg aborda conflictos del incipiente movimiento psicoanalítico, a principios del XX, y condensa una enorme cantidad de información relevante. Lo consigue con una estrategia de concisión que va a lo esencial con sorprendente eficacia y crea un drama fluido, de formas narrativas sobrias y elegantes, en algún momento bellas.

Para exponer una confrontación Freud-Jung que, más allá de la disidencia científica, tiene proporciones arquetípicas, usa algunos trucos: el judío Freud aparece siempre en ambiente oscuro, la Viena burguesa sulfurada por represiones y tormentos sexuales en la sombra de los hogares (el abigarrado consultorio y el famoso diván son exactamente reproducidos), y el protestante Jung, en luminosos espacios suizos, entre bosques y montañas, a la diáfana orilla de un lago donde dispone de mansión y velero.
Freud fuma siempre, puros; Jung, pipa. Mortensen, fornido, bordea la caricatura y no maneja el habano como pensador lento y obsesivo sino como enérgico empresario, con una autoridad sardónica: rebaja un poco al personaje.
Bromean contándose chismes de pacientes anales, historietas de la defecación. Durante horas comparten sueños y los examinan como coleccionistas. Esta vez Cronenberg no muestra las pesadillas sino a sus investigadores. Se frena, no mete la cámara en lo onírico, y con la contención potencia la tersura del relato.
Si Freud se ajusta a la ley de causa-efecto, Jung no cree que las coincidencias sean por azar (leitmotiv de la película) sino por sincronicidad.
Jung es más sensible a lo femenino que Freud y tendrá amoríos con numerosas pacientes, empezando con Sabina Spielrein, torbellino pasional de peculiar romanticismo, con quien estrena el método analítico y alcanza íntimos descubrimientos.
Si para Freud la libido es energía puramente sexual, para Jung es una fuerza más amplia. El heterodoxo psiquiatra Otto Gross, una especie de protobeatnik defensor del retorno a la naturaleza, del amor libre y las drogas, en breve y oportuna aparición agita a Jung: “Nunca pases junto a un oasis sin detenerte a beber”.

La inicial llegada de Spielrein al sanatorio da alguno de los pocos momentos del Cronenberg típico. Las muecas de posesa que Nightley lleva al extremo, el relato escalofriante del enorme molusco pegado a la espalda desnuda, la sangre que subraya el desfloramiento… Pero poco más: prevalece el Cronenberg en trayectoria hacia esa impresionante concisión: la cosmopolita Viena se resume en un coche de caballos y un zaguán señorial, la mayor multitud en pantalla es la familia Freud en torno a la mesa; Nueva York, una estilizada toma de la estatua de la Libertad. Y funciona, por la tensión que se mantiene vigorosa en medio de ingentes sacrificios formales. Para potenciar la narración renuncia a efectos, impactos bruscos y vísceras; es decir, a sí mismo.
Y gana la partida…
Archilupo
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1
3 de diciembre de 2011
29 de 50 usuarios han encontrado esta crítica útil
50 millones de espectadores, o tal vez 500, vieron esta película en la ancha URSS, y Eisenstein en su tumba agarraba fuerte la lápida por dentro.

Para empezar, el guionista se llama Braguinsky.

El protagonista es un cirujano de cociente intelectual 60 ó 65. Vive con su madre bigotuda (los subtítulos dicen una mamá chévere y un hijo babieca) en un apartamento caótico. Al carpintero le dijeron: Que el apartamento se vea caótico. Por él no quedó. Imposible distinguir qué es cocina o dormitorio, recibidor o baño; qué es armario o silla, mesa o espejo: fragmentos. Pero sí se distinguen las copas y las botellas. Caos sí, pero dentro de un orden.

El doctor se reúne con los amigotes en unos baños de vapor, unas oficinas con mamparas bajas y sofás de eskai cubiertos con sábanas, igual que los usuarios, envueltos como romanos por encima del braslip. El vapor se supone, porque no brilla una gota de sudor, pero por dentro se bañan con litros de vodka: hay una barra de bar junto a una báscula de ganado.

El doctor agarra una trompa mayúscula. Aquí se trabaja en serio, con gran concentración y respeto, dando lo mejor. Más de media hora de caminar sin tenerse en pie, o farfullar sin que se entienda, excepto el relato “Estaba en los baños de vapor cuando…”, que comienza unas 190 veces. A los 50 millones no les importa, a ellos también se les sale el vodka por las orejas.

Hay un amante celoso, Hipólito. Cuando le da el pronto sale hecho un basilisco a la noche, a hacer trompos, derrapajes y molinetes sin fin por avenidas de hielo. Se conoce que en Leningrado no vive un alma. Estarán todos en el cine. Menos el de la excavadora azul, que vuelca distraído su carga de nieve sucia sobre el coche de Hipólito. Y eso que el coche es naranja. Pero da igual: los 50 millones están lo bastante beodos.
En algún plano se ve que el coche es de juguete, escala caja de cerillas, pero no importa, por lo ya sabido.

Cuando alguien echa mano de una guitarra que siempre anda por ahí entre los fragmentos de mobiliario, hay que temblar. Sin molestarse en simular los movimientos de los dedos en el traste, larga una balada lacrimógena. El encargado de los subtítulos aprovecha para refrescar el gaznate en el bar y van a buscar al suplente al frenopático donde reside. Produce letras más o menos como: “Enunciado te he mi fenomenología de emociones, y un cuervo expectora en la sección frágil de un bosque relativamente poblado, mientras mi víscera cardiovascular precipita lluvia…”.

El director de fotografía obsequia con insistencia en ropas y luces un color morado vibrante y agresivo, que corroe la vista. No entendió cuando le dijeron: ¿No te estás poniendo bastante morado?

La película dura tres horas. Por un atajo pueden lanzarse a una piscina de vodka con la boca abierta.
O ahorrársela e ir a comer una tortilla de patata con un vaso de tintorro. Será más sano para su cerebro y su hígado, para sus vísceras en general.

¡Pobre Eisenstein!
Archilupo
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7
20 de octubre de 2011
35 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
El personaje y su feeling, presentación en dos escenas: un pequeño Ferrari da vueltas y vueltas en un circuito monótono, sin más; luego, el conductor está apático en el dormitorio ante dos gemelas rubias que hacen para él un esforzado número erótico, sin que se le levante el ánimo.

Gafas negras, tabaco, alcohol (señalado con insistencia), cabeza despeinada…

Unos cuantos minutos para pintar la abulia, hasta el primer fundido a negro (habrá otro más para abrir el último tercio, cuando empieza la reacción), al aparecer la hija quien, por contraste, pone de relieve la vida lamentable del actor.

Una vida hecha de sarcasmos mascullados entre sonrisas falsas en las sesiones de fotos, patéticas ruedas de prensa donde se exhibe el déficit neuronal, interminables sesiones de maquillaje (sesión que origina una potente imagen de fantasma), noches en blanco ante la TV, escarceos con fáciles vecinas de pasillo en los hoteles, partidos de tenis wii, entregas de premios ridículos…


Con lenguaje nada obvio, ni tampoco extravagante, Sofia Coppola cuenta la deslucida vida del actor entre bastidores, fuera de los focos, en la sombra; nunca en pleno rodaje, interpretando, grabando lo que se ve en las pantallas del éxito. No se muestra su imagen “oficial”, la versión celuloide, sino la persona sórdida y aturdida que sirve de base.

Para Stephen Dorff es un encargo difícil: va a ser filmado como un espécimen, sin encanto, no debe brillar. Y consigue la mirada vacía. En una secuencia crucial, esa mirada vacía se va llenando de interés al descubrir en la danza de la hija algo inexistente en su vida: armonía, belleza, arte.


El enfoque de Sofia Coppola, templado y distante, genera una atmósfera original para la historia. Una historia que, por otra parte, se articula más bien poco, muy ceñida al protagonista, J. Marco, de quien apenas se despega. Y aunque Dorff interpreta muy bien a su personaje, igual que la actriz preadolescente que representa a su hija, a veces la carga resulta excesiva y la película roza la simpleza, como sucede en el final (demasiado abstracto en su simetrizar el argumento para abrirlo) a base de coches que van con o sin dirección, a ninguna parte o a alguna (‘somewhere’) así, en general.

Aunque falte el gran aliento global de “Lost in Translation”, lo notable son los momentos concretos, de realidad visual y silenciosa.
Se pueden esperar, porque abundan como para quedarse con unos cuantos.
Archilupo
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