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España España · Marte
Voto de Gort:
7
Drama El día de la Epifanía de 1904 está a punto de empezar una de las fiestas más concurridas de Dublín, la de las señoritas Morkan. Entre los invitados se encuentra Gabriel Conroy, sobrino de las anfitrionas y marido de la hermosa Gretta. Esa noche, los invitados disfrutan de una magnífica velada. Gabriel, muy enamorado de su esposa, observa su emoción cuando suena una antigua canción de amor. De vuelta a casa, Gretta le confiesa un secreto. (FILMAFFINITY) [+]
20 de diciembre de 2007
43 de 56 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es Dublineses una película que gustará a todos los espectadores. Tienen su parte de razón aquellos que dicen que se aburrieron viéndola. Y es que tal vez la adaptación del cuento de Joyce debería haberse hecho de una forma más libre, trasladando esa cena a una época más cercana al espectador actual, de manera que el sentido de las convenciones y tratamientos sociales que se desarrollan no se le escape o éstas no le resulten demasiado anticuadas y tediosas. De todas maneras esta cuestión no le resta valor a la película, lo único que le resta son espectadores, ya que hay que considerar que, en caso de que perdurara, una adaptación más libre no evitaría que los modales de los personajes resultaran igualmente anticuados para un hipotético espectador futuro. Y será precisamente este espectador futuro (nosotros mismos) quien tenga que afrontar la extrañeza que muestra esta película. Mientras vemos Dublineses, ahora que se acerca Navidad, podemos pensar en el día de la Epifanía de aquel 1904, en los brindis esperanzados y amistosos de aquellos hombres, en la añoranza que sintieron por aquellos que ya no estaban... podemos pensar en ellos, ahora que ya no están. Y sin embargo, y en esto consiste una parte de la extrañeza antes mencionada, lo hacemos con una liviandad asombrosa, sin darnos cuenta del fardo que cargamos: la Navidad de 1904, la que vivieron los soldados en las trincheras de Verdun, aquella en la que el bufón echó sal en el vino del Rey... y lo hacemos creyéndonos inalcanzables al influjo de todos ellos, dando lugar, debido a nuestra mala conciencia, a lo que se ha dado en llamar la querella de los muertos contra los vivos. Y sin embargo, de repente, Gretta se siente alcanzada, demostrándonos que lo que creíamos perdido en realidad permanece latente, que el odio de los muertos es sólo paciente conmiseración.

Quiso el destino que el mismo día que zarpaba de Montevideo le anunciaran el compromiso nupcial de Violeta Olsen con un notario de provincias. Sobre la cubierta del barco, viendo alejarse las luces y la costa de aquella tierra que tanto le había dado, descubrió en sus bolsillos una moneda de aquel país del que, sobretodo ahora, se sentía ya extranjero. Lo tiró al mar tratando de sellar el tiempo vivido, confiando que el olvido aliviara el dolor.
Años más tarde, reconoció la efigie en una de las monedas con las que Adolfo trató, por error, de pagar el tranvía. Pensó en Violeta, ya muerta, y también pensó en el feliz penique, descansando durante todo ese tiempo en el fondo del océano. Fue entonces cuando le sobrevino el primer verso de su poema: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido.” (Borges)
Muchos años más tardes, cuando los mares ya se habían secado y una raza desconocida fatigaba el planeta, uno de estos seres dio a parar con la paciente moneda. Escrutó sus borrosas inscripciones, sopesó sus conocimientos de historia terrícola tratando de confeccionar una imagen. Un escalofrío recorrió sus circuitos.
Gort
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