El éxito de “El Silencio de los Corderos” (The Silence of the Lambs, 1991) de Jonathan Demme, que no dejaba de ser un episodio más de las desventuras del psicópata psiquiatra y caníbal Hannibal Lecter según la retorcida imaginación de su creador literario Thomas Harris, animó a directores en horas bajas como Ridley Scott que emprendieran una ruidosa continuación, “Hannibal” (1999), en que el personaje que interpretaba Anthony Hopkins saliera vivito y coleando por las calles de Florencia pero sin dejar, eso sí, sus horribles huellas. No obstante fue la película de Demme que dejó pistas e insinuaciones para una franquicia que prometía ser segura y que en algún caso se podía llegar a la altura, si tenemos en cuenta (bueno, a mi parecer) que tampoco hay para tanto con “El Silencio de los Corderos”.

Incluso “El Dragón Rojo” (Red Dragon, 2002) dirigida por Bret Ratner (Family Man), es ampliamente superior a ésta entrega del 2007 en formato de co-producción europea y bajo el visto bueno de la familia De Laurentiis (poseedores de los derechos) que deciden ponerle el título de “Hannibal; el Orígen del Mal” (2002) nos anime a ir a los cines con la idea de cómo empezó a salirle la bestia dentro a un niño víctima de las injusticias de la guerra; el salvajismo, el asesinato, la persecución hasta llegar finalmente al renacimiento para propiciar una venganza contra todos aquellos que, bajo sus actos, hicieron tanto mal a un pobre inocente.

Así, más que Hannibal el Caníbal es Hannibal el Justiciero. Sus concesiones al cómic tampoco le faltan (es entrenado en el arte y disciplina samurai bajo la tutela de la mujer de un tío desaparecido, interpretada por la guapísima Gong Li) y el film rompe con el hielo de una franquicia que estaba destinada a ser un híbrido de policíaco y terror. Después de verla… ¿A quién le importa dónde procedan el señor Lecter y sus manías y aficiones