Me viene a la memoria ese revelador cuento. En él un pícaro sastre engaña a todo un Emperador y el pueblo navegando entre el miedo y la hipocresía, no osa decir la verdad. Unos porque temen ser considerados de menos porque no aprecian lo que se supone que ven los demás. Otros porque aun sabiéndolo prefieren hacerse los tontos y seguir la corriente y no contradecir. Tan sólo un niño, huérfano de convencionalismos, exento del qué dirán, en su inocencia es capaz de revelar lo que todos saben: ¡el emperador va desnudo!

Y es que todo lo que nos quieren vender con esta película es una gran mentira. No tiene nada de aquello por lo que pagas una entrada en un cine. No te divierte, no te entretiene, ni siquiera sufres. Te debates entre el bostezo, la inquietud en la butaca y los malabarismos para mirar la hora una y otra vez. Es inacabable, tostón, eterna, absurda, inconexa, vacía.

La supuesta tensión que tantos publican se diluye como un azucarillo en el café, tanto que te deja inerte, de hielo. Otra farsa es la pretendida gran actuación de Bardem, que tiene más forma que fondo. Permanece con la misma expresión de principio a fin. Más parece un retrasado mental malamente caracterizado. Contando con que su físico no es precisamente el del Arcángel San Gabriel y su gesto habitual es huraño y despótico no veo la dificultad del papel.

Pero claro queda mejor unirse a la plebe para decir lo bonito que es el traje, cuan perfecta es su confección y qué ricas telas lleva.

Prefiero ser una niña y gritar...

¡¡PERO SI EL EMPERADOR VA DESNUDO!!