Hasta el momento Samsa Brundle era un genio, científico modelo, respetuoso con sus jefes, sometido a la disciplina aburrida del trabajo y la autoridad paterna. La transformación quiebra esta línea recta: expulsado del trabajo y de la familia, arrojado entre desperdicios al interior de su cuarto, aislado y atacado, víctima del horror, el asco y el desprecio, herido gravemente por una manzana que su padre le ha incrustado en el caparazón, Samsa Brundle muere asumiendo su misteriosa culpabilidad, derrotado, «firmemente convencido de que tenía que desaparecer». Tras su muerte la familia sale alegremente a la calle y renueva sus esperanzas de un futuro mejor...
La metamorfosis de Brundle no es, como parece en una primera mirada, la causa de su desgracia. Es, por el contrario, el efecto simbólico de su propia vida cotidiana. Todo lo que sabemos de Samsa revela una vida mezquina, pobre, sin ilusión ni libertad, sin humanidad.
Samsa no tiene asidero humano. No conoce la amistad, ni el amor ni la esperanza.
La mosca Brundle «no se hacía comprender de nadie», pero el hombre Brundle tampoco. No tiene a nadie a quien comprender, nadie que le comprenda. Su vida transcurre monótona en cafeterías citadinas o entre las paredes de su laboratorio, siempre cerrado y cuya ventana da a un paisaje de eterna lluvia y niebla, a un «desierto en el cual se fundían indistintamente el cielo y la tierra por igual grises».
En verdad, Samsa es un insecto (un excluido de la relación humana) antes de su metamorfosis. En el absurdo suceso emerge, al fin, la conciencia de esa inhumanidad.
Son los años ochenta…
Kafka resucita…
Brundle tragando cosas dulces…
Brundle succionando…
Brundle experimentando en el panel…
La mosca se maquilla…
La mosca gana un Oscar…
Detona el revolver…
El insecto revienta…
Veo el tatuaje de Belcebú.